Había visto la película hace tiempo, y volví a verla dos o tres veces más. Me encantó la primera vez y sigo disfrutando.
Mi alma de niño quedó complacida al identificarse con el nieto enfermo, al cual el abuelo –¡Caramba, el astuto teniente Colombo!— le va leyendo una rara novela juvenil. Se trataba de la novela, sin resumir, de un escritor de nombre alemán, un tal Morgenstern (‘Estrella del Alba’), ciudadano de una nación europea, Florin, ubicada en algún lugar medieval entre Alemania, Dinamarca y Escandinavia. Enseguida nos percatamos de que Florin pertenece a ese continente metafísico, llamado Neverland, Wonderland, Antiterra, Jauja, Utopía &c., donde los entes de ficción viven sus aventuras y desventuras más abracadabrantes. El abuelo se la va leyendo a saltos, omitiendo escenas escabrosas, prescindiendo de fastidiosas digresiones, resumiendo intuitivamente el extenso texto. La narración encantó al niño enfermo, a los niños de todo el mundo, enfermoso sanos, y, por consiguiente, a los abuelos de espíritu juvenil –aunque yo aún no era abuelito por aquellas fechas.
Había visto la película hace tiempo, y volví a verla dos o tres veces más. Me encantó la primera vez y sigo disfrutando. Mi alma de niño quedó complacida al identificarse con el nieto enfermo, al cual el abuelo –¡Caramba, el astuto teniente Colombo!— le va leyendo una rara novela juvenil. Se trataba de la novela, sin resumir, de un escritor de nombre alemán, un tal Morgenstern (‘Estrella del Alba’), ciudadano de una nación europea, Florin, ubicada en algún lugar medieval entre Alemania, Dinamarca y Escandinavia. Enseguida nos percatamos de que Florin pertenece a ese continente metafísico, llamado Neverland, Wonderland, Antiterra, Jauja, Utopía &c., donde los entes de ficción viven sus aventuras y desventuras más abracadabrantes. El abuelo se la va leyendo a saltos, omitiendo escenas escabrosas, prescindiendo de fastidiosas digresiones, resumiendo intuitivamente el extenso texto. La narración encantó al niño enfermo, a los niños de todo el mundo, enfermoso sanos, y, por consiguiente, a los abuelos de espíritu juvenil –aunque yo aún no era abuelito por aquellas fechas.
Nos sedujeron los protagonistas. La bella princesa prometida, Buttercup (en español, “Copa de mantequilla”), representada por Robin Wright, la de Forrest Gump. Su amante esclavo, Westley (Cary Elwes), que se convertiría en el terrible pirata Robert, y cuyo lema “Amor Eterno” repetiría incluso en el seno de su primera muerte. El heroico español, Íñigo Mendoza, maestro de esgrima (Mandy Patinkin), que busca por todo el mundo al asesino de su padre para vengar su muerte. Fezzik, el gigante turco de prodigiosa fuerza (André el Gigante, un luchador de 2, 35 m y 250 k de peso).
Los malos cumplían a la perfección el papel de villanos que el demiurgo les asignara. El siciliano Vizzini, un genio malvado, jefe del trío de delincuentes constituido con Íñigo y Fezzik. Afortunadamente, Vizzini desapareció pronto, vencido por el pirata Robert en el divertido duelo de ingenio: poco antes, el hombre de negro, que era Westley enmascarado de negro (¡Uf, qué lio! Mejor será que leáis el libro, como acabo de hacer yo) había vencido a Íñigo con la espada, al borde de los Acantilados de la Locura, y luego al gigante Fezzik, en un combate cuerpo a cuerpo. El príncipe Humperdinck es un hombre brutal que sólo ama la caza y la guerra. En la película, parece enamorado de Buttercup, lo cual lo enaltece por encima de sus merecimientos; en la novela, sin embargo, su falta de empatía le revela, ya desde el comienzo, como un psicópata incapaz de sentir amor; la princesa es sólo un instrumento para arrastrar a su pueblo a la guerra con la potencia vecina, Guilder, que él quiere destruir y conquistar. Así, el encargo de raptarla, encomendado al trío delincuente, debía de acabar con su muerte en la frontera de Guilder; se declararía la guerra y el pueblo de Florin, que había amado a Buttercup, lucharía apasionadamente para vengarla. También está el conde Ruge, el asesino de seis dedos, que mató a Domingo Montoya, el mejor espadero de Toledo, que es como decir de todo el mundo, y amado padre de Íñigo. Íñigo, en su ansia de vengarlo, se convirtió en el mejor espadachín del mundo, y recorrió el mundo entero buscando al asesino. Se repetía una y otra vez la frase que le diría: <
Bueno, estoy hablando mucho de la película, cuando mi propósito era hablar de la novela. La razón es doble. En primer lugar, no tenía noticias de que hubiese sido traducido y editado en España, o al menos nunca me tropecé con ella; incluso llegué a pensar, sin detenerme demasiado en ello, que se trataba de un clásico juvenil que, por alguna extraña razón, no era conocido en España. En segundo lugar, por el interés que me suscita la correlación entre la narración, basada en imágenes que se transmiten del escritor al lector a través de la palabra, y su plasmación cinematográfica, plasmada en imágenes grabadas definitivamente. La película es una versión del libro, o del guión, en la cual interviene un amplio equipo de especialista conducidos por el director. Es éste quien tiene la palabra en último término; es su versión, fundamentada en la del guionista, la que predomina. Las relaciones entre autor-lector y director-espectador son sumamente complejas; sobre todo cuando el espectador ha leído previamente la obra y la ha amado. Prescindiendo aquí de la perfección técnica y formal que el film ostente, ya sea que mejore a la novela o la empeore, lo cierto es que hay una cesión, una renuncia por parte del espectador. Cada uno de nosotros, al leerla, realizamos nuestra versión propia: la visualizamos según nuestras preferencias y estilo, siguiendo la narración del escritor. Por eso, al enfrentarnos con la versión que nos ofrece el director del film, acabada, irrefutable, podemos sentirnos recompensados o decepcionados, bien haya superado nuestra versión o se haya quedado atrás. En el caso de La princesa prometida, película, dirigida por Robert Reiner, el resultado no nos ha decepcionado, en absoluto.
Pues bien, hacía unas semanas que había visto el libro en su versión de bolsillo en uno de los estantes de la sección infantil y juvenil de la librería De bolsillo. Dejé pasar el tiempo pertinente para determinar si su lectura me era necesaria, benéfica, como un alimento, en conformidad con el estado de mi espíritu en el momento. Bueno, pues sí; decidí que podía darme un respiro tras la lectura de Italo Calvino (Sin una noche de invierno un viajero). Con ese júbilo que sentimos ante el hallazgo, lo cual nos advierte de que seguimos siendo jóvenes –en el espíritu— me lo apropié, y comencé a leerlo.
No dejó de sorprenderme la introducción del autor a la 25 edición original. Allí advierte que La princesa prometida no es original suya, sino una adaptación, más bien una compilación del extenso texto, en alemán, de un tal S. Morgenstern –la S. punto es el primer guiño que Goldman nos hace, luego vendrían otros—, escritor florinés ampliamente desconocido en los E. U. Narra, a continuación, el proyecto cinematográfico a partir del guión que él mismo había elaborado –un gran guionista W. G., autor entre otros, de Dos hombres y un destino, por el que recibió un Oscar, Marathon mann, y Todos los hombres del presidente—, lo cual constituye un divertida película por sí, y no sólo para los cinéfilos. Lamenta, en la introducción, los problemas legales que tuvo con los herederos de Morgenstern, y alude a su primera lectura del libro, o, mejor dicho, su primera audición: aquí entra la función del padre, un pobre emigrante que apenas sabe hablar el inglés, que se lo lee para aliviarle su primera neumonía grave (después tendría otra). Introduce también a su esposa, la psiquiatra freudiana, de la que acabará divorciándose su exceso de comprensión y carencia de amor, como explica luego en el prefacio a la primera edición de 1972.
Hay un episodio con su hijo obeso, que nos deja un desagradable sabor de boca por su aparente crueldad –en el epílogo, se cerrará el episodio con uno de esos triunfos del desarrollo humano que tanto nos complacen--. De hecho, cuando se lo conté a mi esposa Sa e hija May, montaron en cólera contra Goldman y contra mí, que hallaba gracioso el cruel retrato que hacía de su hijo: instrumentalización del niño contra la madre en situación de divorcio, esa tragicomedia americana.
Pues, bien, comienza al fin la novela propiamente dicha: <
Pues bien, los maravillosos episodios que habíamos visto ya en la película se suceden en la narración, sin que el lector necesite cambiar los personajes ni en un pelo. Yo, al menos, no podría hacerlo: tanto Westley, el guapo galán enamorado, como Íñigo (habría que manifestarle nuestro agradecimiento por dejar tan bien a los españoles), como Fezzik, el gigante turco (que se lo agradezcan los turcos), como la bella Buttercup, plena de inteligencia y de carácter, están perfectamente representados por los actores respectivos. Nada hay en las descripciones que nos decepcionen. Todo es conforme a las leyes de la narración: los malos son vencidos y los buenos son recompensados de sus sinsabores.
Pero, en el epílogo, el autor, ese niño que descubre la literatura en la voz de su padre, nos e resigna a dejar así, tan redonda y bien acabada la aventura. Vuelve a recurrir a S. Morgenstern --a quien el niño, que todos llevamos dentro, está ya a punto de odiar--, para dejar entornada una apertura a la mala suerte: la herida de Íñigo vuelve a abrirse, Fezzik yerra su camino, y el caballo blanco de Westley pierde una herradura… ¡Joder, no hay derecho a burlarse así de las felices expectativas del lector!
Y, para rematarlo todo, tras hacerle un divertido guiño a su amigo Stephen King (que le había metido a él en It), anexa dos episodios de una segunda parte posible, o imposible. En ella se da cuenta de unos amores maravillosos de Íñigo, del rapto de la bebita de Buttercup y de la muerte (¿seguro?) del gran Fezzik en su intento de salvarla.
Bueno, pues con todo este juego, nos quedamos con el deseo de asegurarnos de que sí, había habido un escritor florinés llamado S. Morgenstern, que había escrito una novela de 600 páginas titulado así, “La princesa prometida”.
Pero mejor será dejar para otro día los resultados de la inquisición. Esto ya va para muy largo.
Abur, amigos, hermanos en la lectura.
Antón Areces
tengo que mirar si escribiste algo mas acerca del tema. pero realmente no, S.M. no escribio el libro. es todo un invento de william goldman, insluco se podría decir que es una broma publica entre el y su buen amigo Stephen King, autor que incluso introduce la figura de su amigo William en su libro IT. Por eso cuenta todas esas historias sobre sus reuniones y lode que stephen escribiria una segunda parte en la reedicion del libro. nuevamente , todo mentira. son muy buenos amigos y william ha escrito los guiones de las adaptaciones al cine de varias novelas de King, además de la de misey, como el cazador de sueños o corazones en atlantida. Incluso la historia de la mujer y su hijo obeso que cuenta en la reedición. el tiene dos hijas y su mujer no es psiquiatra y sigue casado. es todo una gran broma que llevo muy lejos, ya que incluso llegó a publicar un libro con el pesudonimo de Morgenstern. Repito, es todo mentira. Es un recurso literario que se ha usado mcuho, y que incluso han llegado a aplicar a la música grupos como The Hives que dicen que sus canciones no las hacen ellos sino un tal Randy Fitzsimmons, que no es mas que un pseudonimo registrado del guitarrista de la banda. con William Goldman pasa exactamente lo mismo.
ResponderEliminaraki lo explican tambien, y en la pagina en español aclaran lo mismo. http://en.wikipedia.org/wiki/The_Princess_Bride#Context