viernes, 3 de enero de 2014

Muerte en Persia, Annemarie Schwartenbach

Muerte en Persia fermenta en el recuerdo, una vez posamos el libro. Mientras que su lectura no es agradable como pueda serlo una obra en que cierta expectativa o un hilo argumental nos incitan a seguir o en que la identificación con algún personaje nos involucra, tiene, sin embargo, imágenes poderosísimas que van asentándose en la psique del lector lentamente. Es una obra poética en el sentido de que apunta a lo más hondo y oscuro, a lo innominado, a lo inalcanzable, y no de una forma racional o discursiva, sino de una forma esencialmente poética.
Aunque el epílogo es muy útil para interpretar desde cierto punto de vista lo que Annemarie nos está contando y nos da claves de su propia vida que son interesantes en este “diario impersonal” que tan personal es, en realidad, el interés de la obra es otro.
Para esta lectora lo más interesante es su idea del viaje como vértigo: droga; huída. El Happy Valley (que no hemos encontrado en internet) al que se retira, al que huye Annemarie, será para siempre uno de esos paisajes simbólicos e íntimos a los que volver. Cuando quizá olvide Muerte en Persia, recordaré ese lugar: me daré cuenta de pronto de que no he estado en él, y entonces pensaré que lo he visitado en un sueño; me daré cuenta al poco, quizá, de que tampoco fue un sueño, sino una lectura, de que el vale era suyo, de Annemarie. El alma, en el alto valle, descansa y se enfrenta a sí misma. El desierto, el lugar al que se retira Jesucristo para enfrentarse al Demonio, el lugar en que los hombres se enfrentan a sus miedos, es un locus literario siempre nuevo. ¿Literario? No, no sólo es un tópico.
La atracción por el vacío que se teme, la nada absoluta-no-la-nada de plenitud del budismo, sino esa nada inconcebible de la muerte, el horror, la falta de sentido, de esperanza. El horror. Ahí se dirige Annemarie como una yonqui (que es), aterrorizada y sin poder evitar su atracción. Atracción por la muerte. Terror.

jueves, 5 de diciembre de 2013

Agua dura, Sergi Bellver

Ediciones del viento, 2013

Se compone Agua dura de diez cuentos de diferente longitud cuyo motivo común es o resulta ser el agua (mar, pozos, lluvia), pero a los que une mucho más una sensibilidad para el misterio, para detectar fisuras en la realidad como fisuras en un embalse por las que amenaza irrumpir lo inabarcable e incomprensible de la existencia. Vivimos en general evitando esa mirada terrible, pero sabemos que lo desconocido está ahí, al otro lado, aunque silbemos para intentar espantar el miedo. Sergi Bellver tiene esa mirada.

En un relato como el primero, el deslizamiento hacia lo más temible (¿qué es lo más temible? Quizá la incomprensión absoluta, la disgregación de la conciencia que mantiene la realidad unida) es escalonado como en una pesadilla. Querría saber si todo lector siente que ha vivido esa historia, cómo se amontona el miedo poco a poco, cómo intentamos actuar con normalidad y no ver lo misterioso hasta que no podemos evitar reconocer que algo no funciona y el movimiento se hace más frenético y lo misterioso terrible ha entrado ya en el mundo y no podemos más que correr. Pánico.

Otros no son tan pesadillescos, pero todos son bellos, con imágenes potentes, fogonazos que permanecerán en la memoria. Hay un cuento en que un hombre se descubre y acepta y los demás lo descubren y aceptan bestia salvaje, pero ¿no son todos, finalmente, bestias? Terrible, terrible cuento.

Seguiremos oyendo hablar y leyendo a Sergi Bellver y apreciando su finura para la luz. Como la luz mate y gris del relato que cierra el volumen: un hombre adaptado, mediocre, aburrido, ve en los paisajes lunares de Islandia una entrada a otro mundo que a él lo llena de temor, pero que el lector intuye más pleno y poético. Si a nosotros nos leyera un lector sin miedo, ¿no vería lo mismo, ese miedo que nos domina y nos mantiene rígidos y cerrados a lo desconocido?

martes, 19 de noviembre de 2013

El último encuentro, Sandor Marai

El último encuentro es una novela sobre la pasión escrita por Sandor Marai, el gran autor húngaro autor de obras como La mujer justaLa herencia de Esther o La amante de Bolzano que ha sido publicado con acierto y frecuencia en España durante los últimos años. Nacido en 1900, vivió el siglo XX como una crisis constante hasta su suicidio en San Diego a los 89 años de edad.

Ésta, que hemos descrito como "una novela sobre la pasión", tiene algunos de los rasgos más típicos de la obra de Marai: cierta teatralidad debida a esos nudos de relaciones que se han gestado durante largo tiempo y a cuya dramática resolución asistimos en un espacio que no varía, en un tiempo breve; personages fuertes (cómo no mencionar sus extraordinarios personajes femeninos); monólogos espeluznantes de poco realistas, de potentes, de profundos. Es un autor de ideas, de esos que son fuente de citas para los que gustan de subrayar, y un autor de pasiones. Explora las relaciones humanas, los deseos y temores, sus recovecos y extensiones.

En esta novela dos amigos íntimos (es novela también sobre la amistad) se reencuentran cuarenta años después de que uno de ellos huyera. Ambos han mantenida viva esta pasión de manera enfermiza. Es, de hecho, la pasión la que los ha mantenido vivos. En realidad sólo hay un personaje importante en la novela, el del general, que nos ofrece un monólogo de varios capítulos que avanza en oleadas y retórica arrebatadoras y se enfrenta a aquello que ha estado esperando, paladeando, a lo que se ha aferrado durante cuarenta años: este encuentro en que por fin puede hacer las preguntas que desea hacer, la pregunta, en fin, que desea hacer. Y todo el monólogo no deja de ser una disertación sobre la pasión que parece ser lo que finalmente da sentido a una vida. 

"Porque a lo mejor el momento de levantar el arma para matar a alguien no es el momento de la máxima culpa. La culpa ya existe antes, la culpa reside en la intención."

domingo, 10 de noviembre de 2013

Medallones, Zofia Nalkowska

Minuscula, 2009

¿Cómo se puede contar el horror? El autor, y quien dice el autor dice el lector, intenta entender, penetrar en el alma de aquellos que cometen lo que nosotros llamamos atrocidades con la vulgaridad de sentimiento de quien cumple una tarea aburrida. ¿Hay horror? En Sin destino, la gran novela de Imre Kertész, se discuten las palabras: infierno, horror. ¿Cómo que infierno? No: un campo de concentración no es el infierno; es un campo de concentración.

Da la impresión de que tras un intento agotador por entrar en el horror, como si fuera un espacio temible al que ha de entrar con ojos despavoridos para poder volver a contárnoslo, el autor descubriera que en su mano no está más que la posibilidad de dar testimonio de unos hechos que no puede comprender. «Esto es lo que ha ocurrido», parece decir. «Extraigan sus conclusiones, si es que llegan a alguna». O quizá sea que no hay nada que comprender. He visto estos días (que no la he leído, que no) la película Hannah Arendt , donde encuentro otra vez el tema de la banalidad del mal. El ejecutor es un administrativo aburrido y sin imaginación. No hay crueldad.

Lo que hace posibles estos hechos espeluznantes es la deshumanización a la que se somete a las víctimas, que dejan de ser siquiera víctimas, y requiere un lenguaje que mantenga lo más humano a raya. Un estilo sin humedad, desprovisto de connotación, con un narrador cuya voz ha desaparecido como ensordecida, absorbida por lo mate; así cuenta en estos relatos los hechos que conoce cuando forma parte de la comisión investigadora de crímenes nazis en Polonia Sofía Nalkowska.

Difícil leer este libro único y tan real sin que algunas imágenes perduren en nuestra memoria. Imágenes de lo que nosotros sí llamamos horror.

A continuación, más informativa, reseña de la editorial, hoy, en facebook:

Estos días se cumplen 75 años de la Noche de los Cristales Rotos (Reichskristallnacht o Novemberpogrome), que tuvo lugar en Alemania el 9 y el 10 de noviembre de 1938. A partir de entonces y hasta el final del régimen nazi, la persecución y el asesinato de los judíos fueron sistemáticos.

jueves, 24 de octubre de 2013

En el bosque, bajo los cerezos en flor, Anko Sakaguchi

Esta historia hiela la sangre en las venas y acelera el corazón: porque es diferente, de una belleza oscura, de una exquisita perversión. Conjunción de opuestos, sí, en un cuento de Ango Sakaguchi, a quien edita y publica por primera vez en español la editorial Satori.
En este primer cuento de los tres que incluye este libro, un bandido temible atraca a un rico viajero, al que mata, y rapta a su esposa. La primera sorpresa, aunque ya la inquietud se ha sentido para entonces, llega cuando la mujer pide al ladrón que la lleve a hombros y de pronto se transforma en una hostigadora que exige insistentemente que el hombre vaya más rápido y lo insulta porque se cansa. Se transforma ante nuestros ojos. Es terrible, extrañísimo, una veta de locura en lo que parecía la realidad.
Luego, cuando nada más llegar a la casa le pide que mate a las otras mujeres, él lo hace. Incluso llega a decir:
«― No me importa matarla, de veras. No es ningún problema.»
Es como un chiste.
Esto es una muestra del fascinante estilo de Ango Sakaguchi. Hielo y fuego, delicadeza y crueldad y un cierto sentido del humor japonés grotesco que hemos conocido en el manga y anime. Poesía que hemos conocido también en el cine de Miyazaki o en los Sueños de Akira Kurosawa. Podríamos seguir emparejando opuestos: carnal y etéreo, humoroso y terrible. Tradicional, inmerso en su cultura, y totalmente original. Fascinante.
Lo más maravilloso, sin embargo, es el bosque que da título al libro. El bosque de cerezos en flor. Un viento helado llena el espacio bajo las flores. El espacio infinito bajo las flores.
En él, «Viento frío procedente de las cuatro direcciones infinitas. El vacío más absoluto.»

No quiero contarles más. Sólo les dejo una cita, porque es increíble. La mujer está jugando con cabezas. Cabezas de cadáveres. Éstas son de un consejero y una princesa:
«Cada vez que las dos caras se quedaban pegadas, deshaciéndose en una masa informe, la mujer, embriagada de placer, ser reía eufórica:
-¡Así, así, cómele la mejilla! ¡Oh, sí! ¡Qué bien! Ahora cómele la garganta. ¡Muérdele el ojo! ¡Sórbelo! Mmm, es tan delicioso que no puedo soportarlo. ¡Muerde con más fuerza!
Y la risa de la mujer tintineaba, clara y fesca, como el sonido que produce la más fina de las porcelanas.»

El interesante epílogo de Jesús Palacios sitúa la obra en su contexto y aporta esclarecedora información sobre «(...) cierta tradición cultural japonesa que se encuentra reflejada todo a lo largo de su historia, pero que  partir del periodo Edo (1603-1868) adquiere tonalidades especiales y singulares. Su gran acervo del fantástico grotesto, de historias de crímenes y fantasmas que va desde los clásicos de kabuki y el arte gráfico del ukiyo-e hasta nuestros días, con el boom en los años 90 del pasado siglo del j-horror, el nuevo cine de terror japonés, todavía en boga» y sobre la vida atormentada de Ango Sakaguchi, perteneciente a la generación de «decadentes japoneses de la posguerra». Según Jesús Palacios, y compartimos su interpretación, el tema fundamental de Sakaguchi sería «el infierno del deseo. Demonios con forma humana, animales casi, por sus pasiones desmedidas, por sus obsesiones monstruosas». Y el terror de un vacío cósmico al cual es puerta la belleza infinita de ese bosque de cerezos en flor.
Nos hemos centrado en el primero de los tres cuentos por la impresión que nos ha causado, pero los otros dos, La princesa Yonaga y Minio y El gran consejero Murasaki son otras dos maravillas que no pueden dejar de leer.

lunes, 14 de octubre de 2013

Moby Dick, Herman Melville

Una cita: Whenever I find myself growing grim about the mouth; whenever it is a damp, drizzly November in my soul; whenever I find myself involuntarily pausing before coffin warehouses, and bringing up the rear of every funeral I meet… then, I account it high time to get to sea as soon as I can.

Well, what dost thou think then of seeing the world? Do ye wish to go round Cape Horn to see any more of it, eh? Can’t ye see the world where you stand?

Herman Melville lo dice de otro libro, pero bien puedo apropiarme de sus palabras para decir que Moby Dick es ese libro, tan viril de arriba abajo, de aventuras a la antigua, y tan lleno, también, de honradas maravillas. Aunque parezca increíble, nunca me lo había leído antes. Increíble porque si hay algo que me gusta son los libros marineros, increíble sobre todo porque nada más empezar a leer me enamoré un poco, y hace rato que venía pensando que no me iba a enamorar de ningún otro libro en lo que me quedara de vida, aunque luego se me pasó el amor en las disgresiones enciclopédicas de Melville, para quien una ballena era un pez de sangre caliente. El amor me iba y me venía cuando se hacían a los remos o escuchaba entre las páginas del libro el crujir de las cuadernas y me preguntaba con qué aventuras soñarán los niños modernos que no tienen posibilidad de embarcarse en barcos balleneros o en barcos de casi ninguna clase.
Moby Dick no es una novela, es Herman Melville metiendo en un petate de marino un montón de cosas para el viaje y contando cosas marítimas sobre barcos balleneros y a veces sobre el Pequod bajo las órdenes de ese demente de Ahab que personifica en la ballena blanca todos los males que algunos hombres profundos sienten que les devoran en su interior. Todo lo que más enloquece y atormenta, todo lo que remueve la hez de las cosas, toda verdad que contiene malicia, todo lo que resquebraja los nervios y endurece el cerebro, todos los sutiles demonismos de vida y pensamiento. Quién no quisiera que sus angustias se encarnaran en monstruo para poder arponearlas, pero eso no pasa nunca; de todas formas, aunque no tengamos a nuestro alcance a unos armadores tan peculiares como Peleg y Bildad (otra pareja cómica de la literatura) que pongan a nuestra disposición un barco, sí que nos inventamos cachalotes con formas más de andar por casa. Pero no hagamos lo que Melville no quería que hiciéramos: Podrían desdeñar Moby Dick como una fábula monstruosa, o aún algo peor y más detestable, como una alegoría horrible e intolerable. No lo haremos, nos gusta tan cual es, al pie de la letra, con sus disgresiones enciclopédicas incluidas con prolijas descripciones sobre estachas y fisiología cetácea y aparejos marítimos; con sus romanticismos sobre los demonios interiores convertidos en animal marino mitológico y los viajes exteriores que a pesar de los peligros se sabe que nos devuelven al mismo sitio. Nos gustan las horas de vigilancia sobre la cofa de trinquete, que Ismael mire con amor a Queequeg, el buen salvaje; nos gusta ese Starbuck (también nos gusta el Starbuck de Galáctica, pero ésa es otra historia) que aborrece la búsqueda de Achab porque es recto y bondadoso y sabio a pesar de todo obedece con dulzura o más bien cobardía; nos gustan los charloteos de Stubb; y nos gusta la tripulación estrambótica, caprichosa, voluble y poco de fiar (como marinero de cualquier clase, dice Melville) y más internacional que una asamblea plenaria de la ONU.
Moby Dick habla de muchas cosas que dejaron de existir: lámparas de aceite, bujías, velas de grasa de ballena, ballenas de corsés, balleneros de Nantucket que pasaban tres años circunvalando el globo, piratas malayos, viudas del mar (aunque yo hoy vi unas cuantas en la procesión del Carmen, la patrona de los marineros de mi pueblo), caníbales reconvertidos en arponeros, cocineros esclavos, poetas jóvenes que se embarcan para olvidar su melancolía. Melville seguro que era un gran contador de historias así en persona, pipa en mano, lástima que no hubiera podcasts en el siglo XIX.
Podéis leer la traducción de José María Valverde con felicidad, y seguramente con lentitud: no se ganó Moby Dick en una hora. Ah, el capítulo XXIII serviría para escribir otra novela que me gustaría mucho leer.

Por fuera del libro:
Melville antes que escritor fue más que marinero aventurero, no se portaba muy bien en sus barcos. Desertó de un ballenero para quedarse en las Marquesas, estuvo en la cárcel en Tahití y otras cosas así normales que nos pasan a todos en nuestra vida cotidiana. Sus novelas autobiográficas de juventud no las he leído pero lo haré.
A Moby Dick no le hicieron mucho caso cuando se publicó en 1851, hasta que 70 años después se puso de moda y se publicó la tan preciosísima edición de los grabados de Rockwell.

Loulou revisited

miércoles, 2 de octubre de 2013

Deja en paz al diablo, John Verdon

Roca, 2013

El detective David Gurney resultó gravemente herido en su último caso. Tras salir del coma, se recluyó en su casa del norte del estado de Nueva York. Él y su esposa Madeleine se habían trasladado al campo huyendo del estruendo y la presión de Manhattan.

A Gurney le quedaron secuelas, propias del síndrome postraumático: unos molestos acúfenos, como voces susurradas dentro de su cabeza —Let the Devil sleep—; una abulia generalizada, y la necesidad de ir constantemente armado —la Beretta 32 en la pequeña funda de su tobillo izquierdo—. Cuando trabajaba como detective del Departamento de Policía de Nueva york, aborrecía las armas y las llevaba por obligación; ahora las lleva obligado por un miedo que no parece remitir.

En ese estado de indefensión David recibe la petición de ayuda de un antiguo conocido: que asesore y vigile a su hija, Kim Corazón, que prepara una serie de entrevistas a los familiares de las victimas de un asesino en serie de hacía diez años, el Buen Pastor, cuyos crímenes quedaron sin resolver. El documental se titularía <>. La idea, espectacular, parecía inocua en principio; pero algunos aspectos turbios, como la manipulación de la emisora de TV basura que acepta el proyecto, ponen a la joven periodista al borde del abismo: el primera, que tiene un exnovio acosador; el segunda y más inquietante, que El buen pastor sigue vivo, y éste constituye, como en la mayoría de las obras policiacas, el Leit motive de la trama: como dijo Nietzsche, que tenía motivos para saberlo:

«Quien con monstruos lucha cuide de no convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti.»

Esta novela presenta perspectivas novedosas en el género negro. El estilo es rico y preciso. Los diálogos inteligentes y creíbles, sin caer en ese esquematismo de moda que deja atrás tantos matices. Los personajes son psicológicamente correctos, interesantes y bien dimensionados.

Se trata de una buena novela que, divirtiendo, satisface ese profundo instinto que nos convierte en justicieros anónimos en la noche del tigre. Al mismo tiempo que respeta las convecciones clásicas del género —Sherlock Holmes + capitán Ahab—, nos ofrece una perspectiva crítica de las nuevas tecnologías de detección, que tanto nos asombraron cuando las empezamos a ver en esas grandes series: “El CSI”, en Las Vegas, en Florida y en Nueva York —investigación científica del escenario del crimen—, y “Mentes criminales” — el Departamento de Conducta Criminal del FBI—. Por mucho que nos han impresionado los métodos científicos y psicológicos en la investigación criminal, debemos admitir que no siempre logran sus propósitos. Tanto en la realidad de la policía, que brega día a día en esa batalla interminable, como en la ficción, el papel del humano, hombre o mujer, sigue siendo tan necesario como la existencia del héroe marginal, el detective privado.

Antón G. Areces