Bien lo saben de siempre los represores: si no quieres que algo exista no has de prohibirlo; sólo has de no mencionarlo jamás.
Son sólo cuarenta años, cuarenta y pico años, los que separan 1962 (en España no haría falta irse tan lejos) de nuestros días y, sin embargo, qué cantidad de sutiles diferencias. Parece mentira, como decía Ian MacEwan en una entrevista, que dos jóvenes pudieran llegar vírgenes al matrimonio y no fueran tontos, y tuvieran tanto miedo, y existiera tanto desconocimiento.
Dios, qué novela. Excepto por unas pocas páginas al final, todo ocurre en un par de horas: la cena, el silencio, la tensión. El deseo, casi la necesidad, de que estalle alguna tormenta, de que un grito o una patada hagan añicos el aire congelado en que se intentan mover los protagonistas. En ese par de horas se recuperan dos historias, un noviazgo, y una época en que la juventud aún no era lo único que merecía la pena de la vida.
Esto es antes de los famosos sesenta. Es los no famosos sesenta.
Y, a la vez que en Chesil Beach dos personas que se aman se observan a través de un silencio magnífico que sería poco creíble hoy en día –por más que pudiera ser perfectamente real-, a la vez, digo, qué poco cambia nada. Ian MacEwan utiliza una lupa para mirar el amor, el primer amor, el que hace que el universo se mantenga en suspenso en la yema de un dedo y estalle sobre la piel. Y qué poco pesa el amor en comparación con lo que pesa el silencio.
No había nada allí, en el silencio, nada por lo que mereciera la pena dar la vida... es lo que suele ocurrir con los silencios.
Sería interesante analizar si el sexo tenía más poder en el silencio o si tiene más poder ahora, en esta versión multiforme y superficial de nuestros días.
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