martes, 28 de junio de 2011

Los espectros, Andreiev

Acantilado, 2010

Leonid Andreiev (1971-1919) puede dejarte sin aire, lector. Porque leerlo es bucear en otra realidad, más cercana a aquella que te atrae y aterroriza.
Sin ponerme tan de carátula de película de terror, puedo asegurar que esta lectora ha temblado al leerlo como hacía tiempo no temblaba. Belleza sobrecogedora y vértigo los de este escritor ruso no demasiado conocido. No tanto como otros que expresaron su admiración por él. como Gorki, su mentor. Andreiev nació en la zona de Tolstoi y Turgeniev, fue de origen humilde pero tuvo éxito en vida, fue antizarista pero se alarmó desencantó muy pronto del comunismo… ¡Qué más da!
La percepción de la realidad no es la que llamamos normal en el manicomio, donde transcurre la mayor parte de la novela, por más que lo sea para los internos que viven en él; pero tampoco lo es en el Babilonia, un restaurante al que cada noche acude el director de la clínica a embriagarse y cuyos clientes consideran un mundo más real que el que conocían antes de llegar allí.

«Y mientras bebían se percataban de que la vida sobria que habían llevado hasta entonces no era sino una mentira, un engaño; de que la verdadera vida, la vida real, estaba allí, en aquellos lindos ojos bajos, en aquellas exaltaciones del sentir y el pensar, en aquel vaso que alguien acababa de romper, derramando sobre el mantel un vino color de sangre.»

domingo, 24 de abril de 2011

Tristano muere



En una casa de campo en Italia, en 1.999, Tristano, que ha combatido por la libertad de su país, llama a la cabecera de su cama a un escritor que en otro tiempo se inspiró en él para escribir una novela. Durante su agonía y su delirio, Tristano rearma un pasado inabarcable, reflexiona sobre la función del escritor, y bosqueja un fresco de casi sesenta años de la historia de Italia, con sus tragedias y sus simulacros, hasta la irrupción de la estupidez televisiva.



Tristano muere (Una vida), Antonio Tabucchi, Anagrama, 2004

lunes, 18 de abril de 2011

Contracaminante, Jesús Arroyo

En este primer libro publicado, fruto de siete años de trabajo, Jesús Arroyo reúne cincuenta y tres poemas francamente magníficos, agrupados en cuatro partes: "Cuestión de verso"," Culpable Asturias", "Contracaminante"- la que da título al libro y a la par la más intensa y extensa y " Por algo, por alguien" . El autor nos va dejando pinceladas de lo que ha sido su vida hasta el momento: sus motivos para escribir, su amor por Asturias- la tierra que le vio crecer-, sus sentimientos hacia las personas a las que ama y su relación con ellos, sus experiencias duras ( muerte, enfermedad) y su forma de sentir el mundo. Los poemas tienen una calidad extraordinaria y una exquisita sensibilidad. Es una poesía que cumple la condición de ser a la vez cercana y elaborada, profunda y sencilla, una poesía que emociona de principio a fin, donde la calidad humana del autor se palpa en cada letra.

Contracaminante, Jesús Arroyo, Editorial Sinmar, 2011

Los objetos nos llaman, Juan José Millás.

Los mejores relatos cortos de Juan José Millás están reunidos en este libro, que te deja con ganas de más. Escrito con un estilo muy personal en el que se solapan realidad y fantasía, vivencia y sueño, el mundo en el que vivimos y el más allá y aderezado con una desbordante creatividad, el libro supone un encuentro a retales fugaces pero intensos con un escritor inquieto, vivaz y observador, que juega en su imaginación con cada objeto, con cada persona, con cada realidad que se cruza en su camino. Aunque unos relatos enganchan más que otros es, en conjunto, un libro magnífico. Como reseña adicional debo decir que, al tratarse de relatos independientes, resulta muy cómodo para leer en cualquier parte, en trayectos cortos de metro, en escapadas de fin de semana...

Los objetos nos llaman, Juan José Millás, Booket -Seix Barral, 2008

viernes, 8 de abril de 2011

La pasión, Jeanette Winterson


"Hablábamos perfectamente, y nos encontramos con que la vida es un idioma extranjero. En algún lugar entre el pantano y las montañas. En algún lugar entre el miedo y el sexo. En algún lugar entre Dios y el Diablo está la pasión; el camino a la pasión es súbito, y el regreso es peor."


La pasión, Jeanette Winterson, Sudamericana, 1995

jueves, 17 de marzo de 2011

Miscelánea, Ángel González en la revista Litoral.

La escritura es una especie de enfermedad contagiosa que los libros transmiten a quienes los frecuentan en exceso. Todos los lectores contumaces están expuestos a ese contagio, y en distinta medida todos lo sufren, aunque algunos lo desconozcan y otros, por prudencia o timidez, lo oculten. El lector químicamente puro no existe; en su interior hay siempre un escritor latente o agazapado que a veces despierta de su letargo y se abalanza sobre parientes y amigos creando en la mayoría de los casos (hay admirables excepciones) situaciones de pánico o de desolación.

Cuánto mas temprano sea el contacto con los libros, más graves y duraderas serán las consecuencias de ese virus incubado en el texto que son, unas veces por fortuna y otras por desgracia, casi siempre incurables. Exagero poco; creo que Kafka hablaba de la literatura como lepra.

Las razones por las que sigo escribiendo sesenta años después de haber sufrido el contagio de la literatura son dudosas. Para justificar el acto en principio gratuito (y a veces oneroso: hay quien paga por publicar sus versos) de la escritura poética se suelen esgrimir muy diversos argumentos algunos de los cuales yo mismo he utilizado: el deseo de penetrar la realidad, de conocer y de evaluar éticamente el mundo; la necesidad de expresarnos o de comunicarnos; la voluntad de “anclar en el río de Heráclito” y de salvar del efecto corrosivo del tiempo en algunas cosas queridas; el goce de crear pura belleza. Todas estas justificaciones pueden ser válidas, y algunas lo siguen siendo para mí. Pero pienso que a estas alturas de mi vida, si continúo escribiendo, es también por otra razón menos grandilocuente y un tanto pueril que acaso me avergüenza confesar. Me temo que, aunque siempre sostengo lo contrario, estoy cayendo en la tentación de creer que el poeta, bueno o malo, que mis versos configuran –ese personaje ilusorio que habla en los poemas- soy efectivamente yo, y que el acabamiento del poeta significaría mi propio acabamiento. Se trataría en último extremo, de un deleznable caso de amor propio, de un afán de superviencia planteando con grave error de perspectiva, quizá justificable; pues algo o mucho de mí persiste en lo que escribo. Y, aunque no ignoro que los poetas, como los toreros, deben retirarse a tiempo; y que en la vida hay cosas más serias que la poesía; y que el “arte es largo y además no importa”; si a pesar de ser consciente de todo eso sigo escribiendo es , en parte, porque me resisto a confinar en el pasado ese residuo de mí mismo que sobrevive en mis poemas, a desprenderme de ese yo que es otro, pero que ahora, cuando los dos estamos acercándonos al final inevitable, noto que me hace muchísima compañía.


jueves, 3 de marzo de 2011

La grande, Juan José Saer

«Mientras lo iba siguiendo por la calle, tuve una impresión rarísima que nunca había tenido antes y que, no quiero mentirle, me intranquilizó bastante. Me parecía que caminábamos por la misma calle, en el mismo espacio, pero en tiempos diferentes. Se me ocurrió que si me acercaba a él para saludarlo, a pesar de haber pasado conmigo toda la mañana no me reconocería, o peor, ni siquiera me vería, porque estábamos moviéndonos en dimensiones temporales diferentes, como en las series de ciencia ficción.»

La Grande, Juan José Saer, Seix Barral, 2005

lunes, 28 de febrero de 2011

Sin destino. Imre Kertész

Sin destino es una novela escrita por Imre Keretsz en su madurez. Narra la experiencia en varios campos de concentración de un joven de catorce años durante un año de su vida, en primera persona. Comienza en Budapest, cuando su padre parte hacia un campo de trabajo y todos lo despiden con dolor, sabiendo que es probable que no lo vuelvan a ver. El joven de catorce años va después. No se trata de algo que ocurra de un día para otro. Primero es la estrella amarilla, después la prohibición de tener negocios, después los campos de trabajo, en una espiral que, para muchos, solo termina en la muerte. Muchos judíos necesitan, para poder comprender o aceptar la injusticia, creer que sí son, en esencia, diferentes de los gentiles, que sí son el pueblo elegido. Para nuestro protagonista no hay ninguna diferencia; pero bueno, él ni siquiera habla yiddish. Para él ser judío no es nada.
En los campos de concentración su mirada distante, su manera de observar la realidad sin mirar atrás, sin pensar en el futuro, sin esperar nada, su pureza, ausencia de prejuicios o expectativas, la vida que puja en él, y el azar, lo salvan. Él nunca usaría la palabra “milagrosamente”. Las pavorosas descripciones son meros relatos objetivos de hechos: la distancia de su cuerpo, al que ve como un objeto cada vez más extraño, enfermo, la lucha que mantiene con los piojos, el hambre, el frío, o, más bien, la no lucha, porque el joven de catorce años no lucha. Solo vive, se deja vivir.

domingo, 27 de febrero de 2011

Cita

«A medio día, cuando el sol implacable se volvía asesino de todo lo vivo, e incluso los escorpiones se ocultaban bajo las piedras y allí se contraían por el inmenso deseo de picar, él se quedaba sentado sin moverse bajo los rayos con el rostro azul y la barba desgreñada, salvaje, erizada.
Cuando todavía le hablaban, una vez le preguntaron:
¬¡Pobre Lázaro! ¿Te resulta agradable quedarte sentado y mirar el sol?
Y él respondió:
—Sí, es agradable. »

Lázaro (1906), en Leonid Andreiev,
El abismo, Madrid: El olivo azul, 2010

viernes, 25 de febrero de 2011

Cita

«Si Armilla es así por incompleta o por haber sido demolida, si hay detrás un hechizo o sólo un capricho, lo ignoro. El hecho es que no tiene paredes, ni techos, ni pavimentos; no tiene nada que la haga parecer una ciudad, excepto las cañerías del agua, que suben verticales donde deberían estar las casas y se ramifican donde deberían estar los pisos: una selva de caños que terminan en grifos, duchas, sifones, rebosaderos. Contra el cielo blanquea algún lavabo o bañera u otro artefacto, como frutos tardíos que han quedado colgados de las ramas. Se diría que los fontaneros han terminado su trabajo y se han ido antes de que llegaran los albañiles; o bien que sus instalaciones indestructibles han resistido a una catástrofe, terremoto o corrosión de termitas.

Abandonada antes o después de haber sido habitada, no se puede decir que Armilla está desierta. A cualquier hora, alzando los ojos entre las cañerías, no es raro entrever una o muchas mujeres jóvenes, espigadas, de no mucha estatura, que retozan en las bañeras, se arquean bajo las duchas suspendidas sobre el vacío, hacen abluciones, o se secan, se perfuman, o se peinan los largos cabellos delante del espejo. En el sol brillan los hilos de agua que se proyectan en abanico desde las duchas, los chorros de los grifos, los surtidores, las salpicaduras, la espuma de las esponjas.

La explicación a que he llegado es ésta: de los cursos de agua canalizados en las tuberías de Armilla han quedado dueñas ninfas y náyades. Habituadas a remontar las venas subterráneas, les ha sido fácil avanzar en su nuevo reino acuático, manar de fuentes multiplicadas, encontrar nuevos espejos, nuevos juegos, nuevos modos de gozar el agua. Puede ser que su invasión haya expulsado a los hombres, o puede ser que Armilla haya sido construida por los hombres como un presente votivo para congraciarse con las ninfas ofendidas por la manumisión de las aguas. En todo caso, ahora parecen contentas esas mujercitas: por la mañana se las oye cantar.»

Armilla, en Ítalo Calvino, Las Ciudades Invisibles, 1983