
Recordaba unas imágenes en blanco y negro, oscuridad, agua, barro y a un Henry Fonda joven y musculoso, con una gorra ladeada; hace de esto tantos años que también las imágenes de mi infancia se me aparecen ya en blanco y negro, sin matices parece querer regresar la infancia cuando se acumula el tiempo. Y esos años después no conseguí cambiar el rostro a Joad, el protagonista de la novela, un Fonda con gesto ceñudo, orgulloso, me acompañó entre sus páginas.
Oklahoma en los años treinta, polvo y miseria, formando una argamasa dura junto a la codicia de aquellos que aún poseían algo. El valor de la tierra, la familia, de la dignidad o el orgullo, tan lejanas estas palabras ahora. Un sueño, conseguir trabajo en California, la tierra prometida que, como todos los sueños y las promesas de los que nacieron ya derrotados para la historia, acaba por convertirse en pesadilla, en una decepción que, cuando se posee menos que nada, recibe el nombre de desesperación.
Unos personajes llenos de fuerza, de amor propio y razones que nos acompañan en el viaje: Casy, el predicador renegado que sabe del poder de la palabra y la inutilidad de un dios y su presencia silenciosa, tan encogido si es que existes. La madre, sin redención, un papel femenino que cubre el relato con su tenacidad en unos años en los que ellas aparecían en las novelas poco más que como representación anecdótica o seres inanes. Joad, cansado, menos ingenuo que los demás porque aprendió antes de tiempo las reglas que vapulean la existencia. Y el resto de la familia, perdidos en una nueva época de la que aún desconocen las premisas. Con todos viajamos, sobre el camión que los lleva de un estado a otro, y los mismos augurios que a ellos, oscuros, nos acompañan a lo largo de la historia.