
Encontraríamos todo eso en la posada Almayer y nos preguntaríamos: ¿cabría yo ahí, entre tanta historia por contar, entre tanto final que se masca hasta el cansancio, entre tanta duda, entre tanto? Pero ya estás ahí adentro, ya eres uno más, ya quieres saber por qué en la segunda parte que se llama El vientre del mar ocurre un naufragio, ya necesitas darle alguna razón a toda esa historia de crueldad y piedad deliciosa, ya quieres atar cabos, ya quieres coger el hilo telefónico y hablar y que alguien al otro lado te hable, te cuente, ya quieres agitar fuerte y que todos los pájaros, todas los personájaros salgan volando de una vez a encontrar sus destinos. A cada historia le pertenece una música particular, lo dice Alessandro Baricco, el poeta que no escribe poesía, el de los mil mundos, el musicólogo: y cada una de las historias tiene la suya propia y tú la sientes, entendiéndola o no, acompasada o no, libre o no: la tiene y tú la tienes con ella. Todos quieren encontrar el equilibrio que les da el hilo telefónico, aunque no conecte nada con nada, aunque sólo sea un hilo fino e inútil, todos quieren permanecer ahí, suspendidos en el aire, quieren sentir que vuelan, que si los miras de lejos y sus patas no se ven sujetas a un cordón, quieren sentir que entonces dan la sensación de haber encontrado el equilibro ahí, volando sin mover las alas, alejados y lejanos, perdidos pero a salvo. Pero una tormenta se desata y al final todo resulta ser un circuito cerrado. ¿Cómo un circuito cerrado?¿Cómo una tormenta? Baricco sabe, la música sabe. El mar sabe.
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