¿Cómo era llorar? ¿Quién es la misteriosa señora de la Quinta Blanca? ¿Por qué sentimos vértigo? Hasta nueve años se puede pasar uno escribiendo una novela persiguiendo, como a un niño escurridizo y veloz, la respuesta a esas tres preguntas que nos propone la sinopsis de La Reina de las Nieves. ¿Hasta nueve años? No parece nada comparado con el vacío que intuyo en las personas que ni siquiera se molestan en preguntarse semejantes incógnitas. Nueve años son una minucia si el resultado es una novela como ésta que ha escrito Carmen Martín Gaite. Leonardo Villalba, hilo conductor y protagonista de esta historia, como Kay, el protagonista del cuento La Reina de las Nieves de Andersen, no sabe cómo era llorar. ¿Quién puede saber tal cosa? No es un caso tan aislado, al fin y al cabo, pero pocos podríamos buscar la causa y su respuesta en un espejo de los diablos que, al romperse en pedazos extendiéndose sus partículas de polvo por toda la atmósfera, un trocito de ésos cayera en uno de nuestros ojos, impidiéndonos así volver a llorar y ver la realidad tal como es, si es que la realidad es. ¿Y cómo era llorar? La respuesta la busca Leandro en ese cristalito dichoso que se le ha metido en el ojo, confundiéndosele todo. ¿Se puede confiar en que todas las respuestas de la vida, que son tantas, puedan responderse con un cuento de Andersen? Yo, cerrando el libro del que hablo, confío en cualquier cosa: hasta en el azar. Leandro sale de la cárcel y se encuentra con una vida que, sin la memoria, sin el recuerdo, sin un poder indagar en el pasado y reconocer, no tiene ningún sentido.
Y busca, busca sus propios acertijos para quitarles de un tirón el disfraz que llevan: su padre ha muerto, tiene una casa plagada de secretos, de voces, de ayeres, de historias a las que no tiene acceso. Y se pierde, se pierde en todos esos laberintos y todas esas trampas de ratón que su padre le ha tendido como proponiéndole un juego desde el más allá. Dolido por su desventaja, se deja morder por el miedo, por la incertidumbre, se deja arañar por la fotografía de una mujer que le martillea y roba las horas. ¿Quién será la mujer de la Quinta Blanca? ¿Y cómo era llorar? ¿Y por qué el vértigo? Y así, todo junto y en desorden, con un cristalito en el ojo que nos impide leer sin implicarnos, transcurre la historia. Vidas cruzadas, amores en la distancia, silencios, palabras escritas con una caligrafía que disimula el dolor y la añoranza. Y que lo disimula mal. Todo comprimido en estas páginas, metido como a presión sin dejar hueco alguno para el aliento del lector. Y parece que todo vaya a estallar de un momento a otro. La vida, lo oscuro, el olvido, la ausencia, la escritura. Y acaba por estallar. Acaba desbordándose sin compasión, sin medida, sin miedo. Tanto, que ya nadie sabe en qué otro ojo anda el cristal, porque fíjate esta hermosa, caliente y deseada lágrima que cae por mi mejilla al ver cómo la Quinta Blanca se abre para todos nosotros, sin hacer ruido ni daño alguno.
Y busca, busca sus propios acertijos para quitarles de un tirón el disfraz que llevan: su padre ha muerto, tiene una casa plagada de secretos, de voces, de ayeres, de historias a las que no tiene acceso. Y se pierde, se pierde en todos esos laberintos y todas esas trampas de ratón que su padre le ha tendido como proponiéndole un juego desde el más allá. Dolido por su desventaja, se deja morder por el miedo, por la incertidumbre, se deja arañar por la fotografía de una mujer que le martillea y roba las horas. ¿Quién será la mujer de la Quinta Blanca? ¿Y cómo era llorar? ¿Y por qué el vértigo? Y así, todo junto y en desorden, con un cristalito en el ojo que nos impide leer sin implicarnos, transcurre la historia. Vidas cruzadas, amores en la distancia, silencios, palabras escritas con una caligrafía que disimula el dolor y la añoranza. Y que lo disimula mal. Todo comprimido en estas páginas, metido como a presión sin dejar hueco alguno para el aliento del lector. Y parece que todo vaya a estallar de un momento a otro. La vida, lo oscuro, el olvido, la ausencia, la escritura. Y acaba por estallar. Acaba desbordándose sin compasión, sin medida, sin miedo. Tanto, que ya nadie sabe en qué otro ojo anda el cristal, porque fíjate esta hermosa, caliente y deseada lágrima que cae por mi mejilla al ver cómo la Quinta Blanca se abre para todos nosotros, sin hacer ruido ni daño alguno.
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