Soy Cécile y tengo diecisiete años y mi padre es un hombre maduro y atractivo y vivimos juntos como amigos aunque yo nunca consiga verlo nunca del todo así y yo, por supuesto, aunque desconocida y lejana para él, tampoco sea jamás una amiga. Las amigas de papá siempre son jóvenes pero no tanto como yo y son guapas como Elsa que es pelirroja y tiene los ojos verdes. Soy Cécile, tengo diecisiete años y empiezo a darme cuenta de lo que es la madurez y de lo que supone hacerse adulto: supone jugar, también, como cuando eres pequeño, pero con cosas de verdad, con cosas que, si rompes, no vuelves a recuperar ni poder comprar por cuatro monedas oxidadas. Soy Cécile y no soporto que Anne, la amiga de mamá, mamá, mamá, la mamá muerta, se haya introducido en nuestra vida y me haga de madre y yo no sepa cómo hacer de hija: si admirarla o temerla o ambas cosas. Soy Cécile y Elsa va a ser mi nuevo juguete, si se rompe puedo pedirle otro a papá. Soy Cécile y tengo diecisiete años y me siento poderosa y avergonzada pero sobre todo poderosa con estos hilos que cuelgan de mis manos, con estos títeres que se mueven bajo el sol que se esconde bajo mi palma.
Soy Cécile y tengo diecisiete años y tengo tanto miedo que no puedo pensar con claridad y este verano es el definitivo, el último, el importante, y no sé qué hacer con él. Soy Cécile y tengo diecisiete años y no sé a quién tengo que hacerle todas las preguntas que no soy capaz de responder, como por ejemplo por qué papá y Anne se besan, por qué Elsa no hace nada por remediarlo, por qué hago que Cyril, mi primer amor de verano, coquetee con Elsa para poner celoso a papá y que Anne por fin y de una vez se marche de nuestras vidas y lo deje todo como estaba: desordenado y amable. Soy Cécile y por un momento pensé que podía jugar como cuando era pequeña: sólo por un momento y el momento ha resultado ser como una muñeca despeinada y con las vestiduras rotas y un brazo algo magullado. Si yo pudiera hablar por la novela diría esto. Por otra parte, el título me evoca siempre a cualquier cuadro de Hopper donde aparezca una mujer, una habitación y una ventana. En soledad, en silencio. Buenos días, tristeza: y el olor a café y tostadas que sube del piso de abajo, el ruido leve de la gente empezando su día. Buenos días, tristeza: una ventana que se abre y que gime, de madera, a lo mejor roja, o azul, pero vieja y desgastada. Buenos días, tristeza: una adolescente, el hilo interior de una adolescente quejumbrosa y melancólica y confusa. Cualquiera de los cuadros me valdría, cualquiera de los de Eduard Hopper. Y volviendo a Cécile: hablar de la adolescencia cuando se ha alcanzado ya la madurez no es más que tirar la vista atrás y empezar a perfilar cada una de las emociones inexplicables que se sintieron. ¿Y cómo es hablar de la adolescencia mientras se está saliendo de ella? Bien lo sabe Françoise: escribió Buenos días, tristeza cuando tenía dieciocho años. Y la protagonista de la historia tiene tan sólo diecisiete. Hablar en cuerpo y tiempo presente de los embrollos que tiene la mente no es nada sencillo. Sin embargo, Françoise Sagan sale airosa de esta experiencia y nos da toda la vida de Cécile para que no podamos ayudarla, para que todavía no sepamos, superado ese espacio indefinido, qué hacer con las incógnitas del crecimiento personal.
Soy Cécile y tengo diecisiete años y tengo tanto miedo que no puedo pensar con claridad y este verano es el definitivo, el último, el importante, y no sé qué hacer con él. Soy Cécile y tengo diecisiete años y no sé a quién tengo que hacerle todas las preguntas que no soy capaz de responder, como por ejemplo por qué papá y Anne se besan, por qué Elsa no hace nada por remediarlo, por qué hago que Cyril, mi primer amor de verano, coquetee con Elsa para poner celoso a papá y que Anne por fin y de una vez se marche de nuestras vidas y lo deje todo como estaba: desordenado y amable. Soy Cécile y por un momento pensé que podía jugar como cuando era pequeña: sólo por un momento y el momento ha resultado ser como una muñeca despeinada y con las vestiduras rotas y un brazo algo magullado. Si yo pudiera hablar por la novela diría esto. Por otra parte, el título me evoca siempre a cualquier cuadro de Hopper donde aparezca una mujer, una habitación y una ventana. En soledad, en silencio. Buenos días, tristeza: y el olor a café y tostadas que sube del piso de abajo, el ruido leve de la gente empezando su día. Buenos días, tristeza: una ventana que se abre y que gime, de madera, a lo mejor roja, o azul, pero vieja y desgastada. Buenos días, tristeza: una adolescente, el hilo interior de una adolescente quejumbrosa y melancólica y confusa. Cualquiera de los cuadros me valdría, cualquiera de los de Eduard Hopper. Y volviendo a Cécile: hablar de la adolescencia cuando se ha alcanzado ya la madurez no es más que tirar la vista atrás y empezar a perfilar cada una de las emociones inexplicables que se sintieron. ¿Y cómo es hablar de la adolescencia mientras se está saliendo de ella? Bien lo sabe Françoise: escribió Buenos días, tristeza cuando tenía dieciocho años. Y la protagonista de la historia tiene tan sólo diecisiete. Hablar en cuerpo y tiempo presente de los embrollos que tiene la mente no es nada sencillo. Sin embargo, Françoise Sagan sale airosa de esta experiencia y nos da toda la vida de Cécile para que no podamos ayudarla, para que todavía no sepamos, superado ese espacio indefinido, qué hacer con las incógnitas del crecimiento personal.
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