domingo, 25 de octubre de 2009

Las palabras de la noche, Natalia Ginzburg

Que yo sea una admiradicta de la vida rural literaria, de los pueblos, de -y esta expresión me gusta mucho- la gente antigua, del lenguaje coloquial, del lenguaje, como se dice en catalán, tal com raja, así, como viene, no me impide saborear de forma objetiva esta novela entrañable y tierna enmarcada en uno de esos escenarios que me sacan de una realidad, un tiempo y una ciudad tan alejados. No se miente si se dice que es la conversación de una madre y una hija, o se dice que, a propósito de eso, se explican muchas más cosas. No se miente. Sin embargo, creo que el argumento es mucho más extenso que eso. Y la protagonista es tan imprescindible como sustituible. Es una historia narrada en primera persona, sin embargo, esa voz que pertenece a una mujer, a la hija de ese diálogo, desaparece por completo y, si no se piensa mucho, hasta se puede olvidar por qué se está hablando de lo que se está hablando: por qué Purillo, por qué el viejo Balotta, por qué Magna María, por qué Barba Tomaso, por qué Mario, por qué Gemmina, por qué Raffaella, por qué, finalmente, Tomasino. Se olvida la voz porque deja de ser importante, se crea una lejanía que ya ese diálogo que al principio parece tan central y tan origen y tan centro, se convierte en la excusa, en el telón de fondo.
Y desaparece. Entonces la protagonista te deja en las manos a un montón de personajes sencillos e inocentes, te deja en las manos vidas inacabadas que se cruzan y se alejan y se vuelven a encontrar, una familia extensa y variada, llena de quieros y vacía de saber cómo: cómodos, confusos, trascendentes pero vitalistas, sutiles, únicos pero universales. La razón por la que te ves rodeada de todos ellos apenas se encuentra al final: porque la novela, Las palabras de la noche, no va de su protagonista y sin embargo es el centro, la novela no va de ese diálogo, no va de esa madre y esa hija, no va. Parece que toda la novela es un preámbulo extenso de lo que ella en realidad quiere contar y no le basta con empezar por lo que importa, por lo que a ella de verdad le subyuga: empieza desde el principio, tan remoto y pequeño ya, y empieza, como dice A., a ovillarse, a tirar de la palabra hacia adentro, se pierde en ellas, en las de la noche, y tira y tira y tira hasta que encuentra su historia, su verdadero hilo. Pero para entonces el lector ya no puede apartarse de todos esos personajes. ¿Por qué? Se encuentra en la antesala de la novela, en su trastienda. Natalia Ginzburg deja una nota al principio del libro que dice: "En este relato los lugares y los personajes son imaginarios. Los unos no se encuentran en los mapas y los otros no viven ni han vivido nunca en ninguna parte del mundo. Y ya lo siento, porque he llegado a amarles como si fuesen reales." Igual lo siento, igual los he amado.

5 comentarios:

  1. Para ti, Margot.
    Con mucho cariño y guiño.

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  2. Jajajaja jodía niña....

    Sabes lo que comencé esta mañana en el tren? (qué sería de mí sin los trenes...) La Enredadera...

    Jeje, con un puñao de carino y dos guiños.

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  3. A lo mejor porque Ginzburg, aquí o allá - en "Las Palabras de la noche, como en "El Camino que lleva a la ciudad", no nos lleva a ninguna parte, nos hace quedarnos enredados - hola Marga, más cariños y guiños - en la vida de sus protagonistas, tan de verdad, que tiene que mentirnos para que les creamos.

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  4. Es que tan a menudo parece todo un preámbulo. Lo peor es que a veces uno ni siquiera sabe de qué.

    Igual de vez en cuando uno se permite la subversión irracional y hermosa de creer. Y ahí sí que se pone seria la cosa.

    (Y brillante).

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  5. Muchas gracias por pasar por aquí, Xi.

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