miércoles, 21 de octubre de 2009

El túnel, Ernesto Sábato

María Iribarne se detiene ante un cuadro del pintor Juan Pablo Castel. En él hay trazos y pinceladas superficiales, hay una historia en el lienzo a la que todos se asoman a mirar, como si fuera una ventana. En las galerías pasa eso, Juan Pablo sabe: todos se detienen ante los cuadros y miran como si vieran lo que el pintor quiso que vieran, y miran posando, como si todo estuviera tan lejos, como si fueran capaces de descifrarlo. Pero ninguno, excepto María Iribarne, que en ese momento todavía no tiene identidad para Juan Pablo, fija su mirada en una ventana que hay al fondo de la pintura. Una ventana aislada, incomprendida, solitaria: como el pintor mismo. Él la está observando. Ve cómo sólo una persona, de tantas, se fija en lo que de verdad importa, en lo real del cuadro, en lo único que vale la pena de toda la exposición. Esa ventana. María se marcha y, desde ese momento, ya está escrito un crimen. Juan Pablo empieza a fantasear con esa mujer que siente como él, que ve como él, que intuye como él. Juan Pablo, el pintor lejano y diferente, comprendido al fin. Así que la empieza a idealizar en su pensamiento: la introduce en su vida sin pedirle permiso, la hace suya, imagina cómo sería un encuentro con ella hasta que eso sucede. Para cuando tú conoces esta historia, ya sabes que Juan Pablo ha matado a María Iribarne. Lo sabes en la primera página, él mismo te lo dice: he matado a María, la única persona que pudo comprenderme en todo el mundo, la he matado y además no pienso justificarme, espero que tú tampoco lo hagas, lo he hecho, lo he hecho.
El crimen se escribe al revés: sabes el qué, pero no sabes cómo ni cuándo ni por qué. Lo sabes todo y no sabes nada, la información, aunque relevante, es totalmente insuficiente. Maravillosa y tortuosamente insuficiente. Y la relación que empiezan a mantener estos dos personajes, relatado en primera persona por el pintor, que es un hombre lleno de prejuicios y soledad premeditada y odio acumulado e inservible, se convierte en el centro de la novela de Ernesto Sábato. Repito: sabes el qué, la mata, pero no sabes el cómo ni el porqué. María está llena de silencios, de secretos, de ausencias, de contradicciones que Juan Pablo no puede sobrellevar. La necesita, la ama, la añora, la requiere, la necesita de nuevo. La quiere sólo para él. Pero María está casada con un hombre ciego y, además, mucho menos soportable para un hombre como Juan Pablo, está casada consigo misma, con su libertad, con su parcela de intimidad infranqueable. Hay incógnitas que uno debe resolver solo y, de alguna manera, se le puede reprochar al protagonista que la haya matado tan pronto: espérate, le decía yo, espérate, Juan Pablo, que todavía quedan muchas cosas que saber de María, todavía nos queda contestar algunas preguntas, no la mates aún, aguanta. Pero Juan Pablo ya te avisó al principio: he matado a la mujer a la que amaba, sin escrúpulos, a sangre fría. Y no pienso justificarme. Y tampoco espero que vosotros lo hagáis. Pero, cuando cierras el libro, ya hace muchas páginas que tú lo has hecho, que estás razonando con una persona enloquecida, injusta y obsesiva. Desobedeciendo.

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