Tusquets
Él, Yann Andréa, tenía 27 años. Ella, la gran Marguerite Duras, tenía 65. Él creyó enamorarse, actuaba, vivía y respiraba como si realmente lo estuviera. Ella, sin embargo, era la única que parecía conocer la verdadera identidad de su acompañante. Se querían, se respetaban, pero era una relación tormentosa, imposible. Y no por la edad, no, eso nunca importó. Más bien por sus carácteres, por su naturaleza. Eran amantes y cómplices y cuando ella se murió él creyó morir también a su vera. Como consecuencia vino la soledad, la autodestrucción, el salvajismo del ser humano, el animal que llevamos dentro. La escritura vino después, poderosa, reclamando su sitio. Y así surgió este libro, esta larga carta de amor.
Cada palabra contiene en su interior un profundo sentimiento y un imperioso dolor aún latente. Esconde, Yann, entre las líneas el desgarro que le produce en cada átomo de su cuerpo la ausencia de Marguerite, el pasado y el tiempo que nunca volverán, las risas, la bebida que sabía mejor a su lado, las calles de París. París, cuna y tumba de su amor, testigo mudo de rumores, críticas, pero también de mucho cariño y respeto. París, la tumba de la Duras, y de Yann. Tras su muerte él nunca volvió a ser el mismo.
Fueron uno, durante muchos años fueron uno, en cuerpo, en pensamiento, en literatura, en palabras. Las que se dedicaban, las que se reprochaban. Fueron uno en la cama y uno en las discusiones. Fueron uno en la muerte de Duras. Tuvieron el coraje, durante todo ese tiempo que permanecieron unidos “no se sabe por qué”, como decía ella, de seguir adelante, callando rumores. Les separaba un gran agujero pero no importaba. Qué más daba. Frente a la fachada del edificio en el que vivían colgaba un gran cartel, como los del Moulin Rouge, con la palabra “imposible”. Una auténtica sentencia final. Aguantaron. Tiránicamente.
Aún hoy a Yann, que sigue vivo, y a nosotros, que les admiramos, nos quedan los libros de la Duras, ese ser extraño que nos deleita en cada libro, aunque a veces no entendamos ni palabra. Este libro nos permite conocerla un poco mejor. A Yann le quedan también sus palabras, sus recuerdos. Y a los dos juntos, como debería ser, a Andréa, a Marguerite, les queda la eternidad.
Cada palabra contiene en su interior un profundo sentimiento y un imperioso dolor aún latente. Esconde, Yann, entre las líneas el desgarro que le produce en cada átomo de su cuerpo la ausencia de Marguerite, el pasado y el tiempo que nunca volverán, las risas, la bebida que sabía mejor a su lado, las calles de París. París, cuna y tumba de su amor, testigo mudo de rumores, críticas, pero también de mucho cariño y respeto. París, la tumba de la Duras, y de Yann. Tras su muerte él nunca volvió a ser el mismo.
Fueron uno, durante muchos años fueron uno, en cuerpo, en pensamiento, en literatura, en palabras. Las que se dedicaban, las que se reprochaban. Fueron uno en la cama y uno en las discusiones. Fueron uno en la muerte de Duras. Tuvieron el coraje, durante todo ese tiempo que permanecieron unidos “no se sabe por qué”, como decía ella, de seguir adelante, callando rumores. Les separaba un gran agujero pero no importaba. Qué más daba. Frente a la fachada del edificio en el que vivían colgaba un gran cartel, como los del Moulin Rouge, con la palabra “imposible”. Una auténtica sentencia final. Aguantaron. Tiránicamente.
Aún hoy a Yann, que sigue vivo, y a nosotros, que les admiramos, nos quedan los libros de la Duras, ese ser extraño que nos deleita en cada libro, aunque a veces no entendamos ni palabra. Este libro nos permite conocerla un poco mejor. A Yann le quedan también sus palabras, sus recuerdos. Y a los dos juntos, como debería ser, a Andréa, a Marguerite, les queda la eternidad.
Antes de vacaciones vendré aquí y haré la lista de todo lo que debo leer.
ResponderEliminarConfío en ti.
Besos.
te fascina aún no entendiéndola...nunca lo logró conmigo, así que esta historia, brutal que soy, la leería de una forma muy distinta.
ResponderEliminarBuen blog, buena idea.
Y yo sin conocer Gijón...
Yo tenía ciertos prejuicios contra Marguerite Duras, y eso que leí El Amante hace muchos años y pude comprobar que era una grandísima escritora. Pero esa manera de volver una y otra vez sobre su erotismo adolescente me llenaba de reparos.Sin embargo, cuando leí Un dique contra el Pacífico, que comenté aquí mismo, me pareció, sin más, de una magnificencia inmensa. Pero sigo sintiendo mucha prevención contra las vidas de los autores y su literaturización. Hm. No sé.
ResponderEliminarA mí me parece fascinante ese libro porque me permitió entender un poco más a esa MD de los libros que a veces no llegaba a entender. "Emily L." por ejemplo, o "El amor" fueron libros que no entendí en ciertas partes, especialmente el último que no entendí en absoluto. Pero tras leer este libro, que sólo es una muestra de cómo una gran escritora escribe grandes libros y se enamora, y ama, me ayudó a entender que hay libros que no tienen por qué entenderse, y me ayudó a comprender por qué esa autora es inentendible. Yo lo recomiendo, y mucho.
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