miércoles, 25 de noviembre de 2009

Las uvas de la ira. John Steinbeck

Recordaba unas imágenes en blanco y negro, oscuridad, agua, barro y a un Henry Fonda joven y musculoso, con una gorra ladeada; hace de esto tantos años que también las imágenes de mi infancia se me aparecen ya en blanco y negro, sin matices parece querer regresar la infancia cuando se acumula el tiempo. Y esos años después no conseguí cambiar el rostro a Joad, el protagonista de la novela, un Fonda con gesto ceñudo, orgulloso, me acompañó entre sus páginas.
Oklahoma en los años treinta, polvo y miseria, formando una argamasa dura junto a la codicia de aquellos que aún poseían algo. El valor de la tierra, la familia, de la dignidad o el orgullo, tan lejanas estas palabras ahora. Un sueño, conseguir trabajo en California, la tierra prometida que, como todos los sueños y las promesas de los que nacieron ya derrotados para la historia, acaba por convertirse en pesadilla, en una decepción que, cuando se posee menos que nada, recibe el nombre de desesperación.
Unos personajes llenos de fuerza, de amor propio y razones que nos acompañan en el viaje: Casy, el predicador renegado que sabe del poder de la palabra y la inutilidad de un dios y su presencia silenciosa, tan encogido si es que existes. La madre, sin redención, un papel femenino que cubre el relato con su tenacidad en unos años en los que ellas aparecían en las novelas poco más que como representación anecdótica o seres inanes. Joad, cansado, menos ingenuo que los demás porque aprendió antes de tiempo las reglas que vapulean la existencia. Y el resto de la familia, perdidos en una nueva época de la que aún desconocen las premisas. Con todos viajamos, sobre el camión que los lleva de un estado a otro, y los mismos augurios que a ellos, oscuros, nos acompañan a lo largo de la historia.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Señora de rojo sobre fondo gris, Miguel Delibes

Nicolás le escribe una carta a su hija, que está a punto de llegar a casa, está a punto de volver de la cárcel, donde ha estado encerrada por asuntos de rebeldía estudiantil. En ese tiempo en el que ella ha estado aislada de la vida pero no del dolor que ésta soporta, ha dado tiempo de algo que cambiará a todos: la muerte de su madre. La esposa de Nicolás, Ana. No le escribe a su hija para contárselo, porque ya lo sabe, no le escribe a su hija, se está escribiendo a sí mismo. Está rindiéndose un pequeño homenaje y un gran exorcismo con su difunta mujer. Lo hermoso de ese monólogo es que, aunque la muerte de Ana no tarda en aparecer, el personaje se nos hace tan vivo y querido, que no notas su ausencia. Nicolás, el narrador, Miguel Delibes, el quizá alter ego de este personaje, habla de su mujer con tanta ternura y tan de hoy, a pesar del pretérito, que acaba engañándote y haciéndote olvidar, quién sabe si olvidando a ratos él también, que Ana no está. Y, sin embargo, cuando llegas al final, que es el principio, cuando estás frente a su muerte, cuando reconoces esa información que ya te habían dado pero que habías omitido para respirar bien la novela, quedas sorprendido. Es como si durante todas y cada una de las páginas que has ido pasando fueran nada más que una esperanza inútil de que se hubiera equivocado, de que fuera un sueño, una pesadilla, un error.

martes, 17 de noviembre de 2009

Secretos a voces. Alice Munro

Todos los relatos que he leído hasta ahora de Alice Munro – y han sido muchos, desde que la descubrí me tuvo hipnotizada y no paré hasta leer casi toda su obra publicada aquí- fluyen, resulta sencillo sumergirse en su aparente facilidad hasta que caemos en la cuenta de que la historia hace rato que dejó de discurrir por el cauce que esperábamos, que se ha vuelto a adentrar en una de sus múltiples marañas, una historia engarzada a otra y así todas tenuemente relacionadas. Y nos sentimos incapaces de concretar el momento en el que sucedió. Pura magia literaria que da la vuelta a nuestras expectativas narrativas de forma tan inteligente, que si sus historias no nos resultaran reales, parecerían tener truco.
En Secretos a Voces aparecen ocho relatos, ocho mujeres situadas en un entorno agreste, en ocasiones violento. Tal vez cabría mejor decir salvaje, con la fuerza que el ambiente puede provocar en ellas, convirtiéndose así éste en un personaje más. El lugar donde esas mujeres recuerdan, cuentan, intentan defenderse de su relación con los hombres o con los demás, sus vidas. La capacidad de Munro para transmitir las relaciones y el poder que las trasciende siempre me deja admirada. En estos relatos nos las encontramos en el momento que parecen a punto de quebrarse, de dejarse vencer y sin embargo acabamos descubriendo en ellas las grietas en las que poder refugiarse y desde las que observar su fuerza real.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Una casa para siempre, Enrique Vila-Matas

¿Las memorias de un ventrílocuo quién las puede escribir: el muñeco o el que habla por él sin mover la boca, de forma misteriosa? ¿Quién debería hacerlo si ese mismo ventrílocuo tiene propia voz, no es capaz de cambiar la suya por la del personaje, quién debería escribir tales memorias? Yo lo tengo claro: Enrique Vila-Matas. Él que es tan escritor y tampoco puede -ni debe ni necesita- cambiar su tono por otro ajeno y desconocido, él debe escribir esas memorias porque habita desde hace mucho tiempo en esa casa para siempre que es la imaginación y es tan capaz. Ésta es una novela-en-cuentos, que dice Rodrigo Fresán, una novela completa y suficiente por sí misma, pero plagada de fragmentos del interior de ese ventrílocuo, relatos y cuentos, episodios parcialmente apartados del total, casi independientes. Se puede decir que el hilo conductor es la vida de ese personaje, el ventrílocuo, sus contratiempos, su amada que lo abandonó por un peluquero, la búsqueda -o no- de tal ladrón, un inicio algo detectivesco de la mano de, ni más ni menos, que una Margueritte Duras que ni empieza ni acaba donde su nombre y su imagen real y conocida. En la contraportada de Anagrama se asegura que un libro de memorias escamotea algo o mucho y, en este caso, ocurren ambas cosas.

jueves, 12 de noviembre de 2009

El Powerbook, Jeanette Winterson

Leer a Jeantte Winterson es sumergirse en un océano extraño. Su narrativa no es de difícil lectura, simplemente es distinta, es original.
Y El Powerbook no escapa a esa carcterística. En su transcurso nos encontramos con personajes andróginos, con viajes en el tiempo, con voces ambiguas. Leer El Powerbook es saltar entre Las Mil y Una Noches, los mitos amorosos de la literatura, la exploración de las intersecciones entre la realidad y la ficción,mientras asistimos a su desarrollo desde la pantalla de un ordenador. Pero, este libro es, más allá de su estructura narrativa, una historia de amor virtual,intensamente erótico, imaginativo, arrebatador.

Mientras leía el "Power", no podía evitar acordarme de ciertas mujeres que me acompañan virtualmente: (*, Fusa, Gloria, Nunú. Por qué, no lo sé, pero ellas se movieron en este libro a la par de los personajes. Espero que mi recomendación resulte de su agrado.

Y transcribo una frase, la primera, la que atrapa y no suelta:
"Para evitar que me descubran, sigo huyendo. Para ser yo quien descubre, sigo incansable."

miércoles, 11 de noviembre de 2009

La señora Dalloway, Virgina Woolf

He leído que La señora Dalloway es un descontento general. Y me ha gustado. Y se podría decir que estoy de acuerdo. En general la propia Virgina Woolf es una descontenta en general. Decidió acabar con su vida sumergiéndose en un río. Para mí es una imagen bella porque la recuerdo en la película Las horas, de donde saqué esta lectura, y la vi cómo se metía adentro más adentro sin cambiar el rostro, feliz de poder llevar a cabo su propósito de hacía ya tanto tiempo. Por eso a mí me resultaba tan inevitable pensar que Clarissa, la protagonista, la señora Dalloway, era el alter ego de la escritora. Pero también Peter y también el resto de personajes que, aunque secundarios, alternan todos sus monólogos escritos en tercera persona convirtiéndose también en imprescindibles. El que se atreve a mirar de cerca la condición humana debe ser por fuerza un descontento general. Y después de este libro es tan sencillo quedar hipnotizado por esa constante melancolía y tristeza que hasta una se siente estúpida y cursi habiendo mirado la vida con ojos esperanzados o alegres. La novela es sólo un día. ¿Y cómo, tantas cosas pueden decirse de sólo veinticuatro horas, de sólo la antesala de una fiesta y de la fiesta misma, toda una novela para explicar eso, el día de una señora que empieza comprando flores y acaba dando una fiesta en su casa, tan angustiante puede resultar ser la perfecta anfitriona, qué tiene Clarissa adentro para que dé de sí hasta tantas páginas como tiene esta novela? Si uno quiere, lo dice E., si uno quiere ponerse a relatar todo lo de un día sin saltarse nada, da para todas las novelas que se quiera.

En lugar seguro de Wallace Stegner

Hay novelas que te impresionan sin saber bien la razón, que te resistes a acabar por no tener que cerrarlas definitivamente y dar así la oportunidad a sus personajes para que te abandonen. Fue el caso de En lugar seguro de Wallace Stegner. Dos jóvenes parejas se conocen tras la Gran Depresión, unas vivencias comunes en ese momento (ellos se encuentran en el Departamento de Literatura de una Universidad, ellas esperan un hijo), una fascinación mutua y a partir de ahí… la amistad, el transcurrir del tiempo y sí, también la literatura como pasión y motor de vida. Intimista, honesta, serena y sincera, alejada de sentimentalismos en los que podría haber caído al menor descuido pero no, el autor desliza delicadamente unas vidas ante nuestros ojos y nos ofrece un elogio de la normalidad, unos diálogos inteligentes, reflexivos que definen a personas de carne y hueso y en los que el tiempo va dibujando sus huellas, madurando y matizando sus opiniones, sus afectos.

La amistad como referente de un lugar seguro, aún siendo conscientes de que éste no existe y de que su búsqueda sea el único lugar seguro al que podamos aspirar.

Tal vez porque se trate de un tema que me atañe, la amistad - hablo de la que entiendo por auténtica, la que va creciendo con nosotros a medida que pasan los años, fortaleciendo nuestras vidas - tal vez por la elegancia y sencillez al ser narrado, por las digresiones sobre literatura y vida… es por lo que me atrevo a recomendar ésta novela convencida de que no os defraudará. Y que como yo, al leer la última página, tendréis la sensación de sentiros abandonados por esos cuatro personajes tan cercanos y veraces.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Pedro Páramo, Juan Rulfo

Una madre que muere y tiene la suficiente entereza, fuerza y conciencia como para darnos alguna orden y cargarnos con algún secreto tiene tanto poder como peligro. Una madre que muere, una madre muerta que habla en vida, puede dejarnos historias sin empezar, historias acabadas, aventuras, recuerdos, cartas, voces del pasado, llaves que abren cuartos prohibidos y un sinfín de cargas emocionales. Pero Juan Preciado, el joven protagonista de Pedro Páramo, tiene, con las últimas palabras rancias de su progenitora, una misión: encontrar a su padre al que nunca vio, acudir a Comala, el lugar donde puede dar con él y... y qué. ¿Y qué se encuentra Juan Preciado? ¿La típica escena de película de domingo que tiene reencuentro y ternura y lágrimas y un montón de historias que quedan por contar? ¿Puede encontrarse Juan Preciado con una segunda familia a la que desconocía y a la que empezará a querer después de que todos los prejuicios y todas las órdenes de su madre muerta consigan silenciarse tras el tiempo y el amor que le darán sus hermanitos pequeños y recién conocidos? ¿Podrá la nueva madre ahuecar el dolor y llevarse ese título que a priori parece insustituible? Nada de eso. No es el estilo de Juan Rulfo.

jueves, 5 de noviembre de 2009

La plaça del diamant, Mercè Rodoreda

Podría haber sido que Quimet le cambiara el nombre a Natalia -y toda su identidad con ella- y que fuera para liberarla. El nombre no es más que un lastre que llevamos encima desde que nacemos: unos pesan más y otros pesan menos. Llamarse Natalia no es ninguna grandeza. Ni siquiera uno puede elegir. Pero si te lo cambian, que sea, como digo, para liberarte. Quimet, pues, le cambia el nombre a Natalia y ésta empieza a llamarse Colometa. Colometa, en catalán, es palomita: de paloma. Y uno, al entrar en la historia, lo primero que piensa es en un pájaro que vuela, que se alza al cielo, que se olvida de tan lejos como está, que se añora por ello. Podría haber sido, pero no fue. Colometa venía a ser un montón de pájaros encerrados en una jaula enorme -pero jaula-, llena de cagadas, sin espacio suficiente para volar, en un rincón de un balcón. Tan arriba ya y, sin embargo, sin poder hacer nada, sin poderse tirar al vacío y descubrir que se sabe volar y no se había intentado. Colometa resultó ser un nombre lleno de aleteos y plumas que se escapan del cuerpo y caen de esa manera tan literaria pero que tan poco sirve. Así, balanceándose, despacio: inútil. Natalia es un personaje a simple vista sencillo: una mujer cualquiera que se mantiene fiel a su marido, que se convierte sólo en un muñeco, que no alza un poco la voz o el ala de su nuevo nombre, que basa el amor entre un hombre y una mujer en el respeto y en nada más que eso.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Joyce Carol Oates


Tiene un aire quebradizo, pálido, no resulta difícil imaginarla ataviada con ropajes del XIX, contemplando lánguidamente el transcurrir tranquilo de las aguas de un río, dentro de cualquier cuadro del romanticismo. Sin embargo esta mujer pequeña es una escritora prolífica como pocas (¿es posible escribir tanto?, ¿de tan diversos temas? Su tiempo, en comparación con el mío, me parece fructífero y lleno) y la violencia, la crueldad, aparece en sus novelas sin esfuerzo, formando parte de la vida de sus personajes y entrelazadas a ellas como una red de peces asfixiados. Ella reniega de esos dos tópicos, de la extrañeza que provoca en la crítica tanto su publicación incansable, como la violencia que rodea sus personajes y al comentarlo comprobamos de nuevo el error al que puede conducirnos su frágil apariencia: “nada de eso causaría sorpresa si fuera un escritor de quien habláramos, debe tratarse pues de un terreno vedado a las mujeres…” y la imagino, de nuevo, -ya, mi imaginación es tan prolífica como su obra aunque menos efectiva- sonriendo con ironía y algo de la combatividad que sin duda debe esconder su pensamiento.
Con el intervalo de apenas dos meses he leído dos de sus obras, La hija del sepulturero y Un jardín de placeres terrenales. Las dos situadas a partir de los años 30 en USA y las convulsas condiciones de vida que los menos privilegiados tuvieron que padecer.