Será porque Ana María Matute a sus ochenta y tres años sigue siendo, ella misma así lo afirma, sigue siendo un niño -que no una niña- de once años, será por eso que, aunque Primera memoria está relatado desde el tiempo, desde lo adulto, será por eso que la voz sigue siendo la de una muchacha de catorce años. Porque Matia, la protagonista, cuenta lo que ocurrió en su infancia y lo cuenta sin desvelar dónde está, cuánto tiempo ha pasado desde entonces, en qué mujer se ha convertido, y eso hace, ese desconocimiento, que toda la novela parezca relatada por una niña -no por el vocabulario ni lo simple, oh no, ni mucho menos-, porque son los ojos de la Matia chiquilla los que gobiernan y zarandean a los de la Matia adulta. Y será por eso, porque sigue siendo un niño de once años, y por mucho que peine ya una melena completamente blanca, que sus ojos siempre serán de muchacho, de niño con pantalones cortos y piernas desiguales, rotas, moradas. Pocas veces la voz narradora te recuerda que aquello ocurrió en el pasado y nunca te habla del presente -quizá porque es la primera entrega de una trilogía, aunque independientes los libros que la componen- y eso te hace sumergirte de lleno en una vida que todavía no ha entrado en el mundo de los mayores, a ésa a la que el lector cree confusamente pertenecer.
Porque Primera novela, si se quiere ser simple y acotador, va del paso de la infancia a la edad madura, que no adulta, y Matia, con catorce años, está descubriendo tantas cosas que la dañan, que la incomodan y que le hacen dar un brinco, con la guerra atrás, lejana de la isla, pero inquietante, un gran brinco de las sandalias a medio abrochar a las uñas esmaltadas y secretas bajo algún zapato elegante. Con la muerte de la madre y todo lo oscuro de su padre que anda desaparecido, Matia tiene que abandonar su hogar y vivir con su abuela, doña Práxedes. La isla se convierte en un lugar apartado del mundo: la guerra sólo llega por los periódicos que mira y remira la abuela. Para Matia y Borja, su primo, y para todos los niños de la isla, la guerra no es un hecho terrible como todos los mayores aseguran. Ellos son más libres, no van al colegio, tienen total independencia. No hay ataduras. Y, aún así, ese verano es decisivo para todos ellos, consiguen dar con tantos secretos que esconde la isla de antes. El corazón de Matia se ha partido en dos y ya, aunque no lo sepa todavía, ya nunca más podrá recomponerse del todo, siempre va a quedarle una pieza perdida, imposible de encontrar. Y la forma excelente de narrar de Ana María Matute trata con delicadeza y ternura ese paso macabro que es seguir sin entender nada, pero poner cara de que sí, de que se es mayor y se comprenden las injusticias y las barbaridades. La autora te adentra en la vida de la niña sin fuerza: te encuentras ahí, en la isla, desconociendo tantas cosas. Y pronto caes en la cuenta de que nada de lo que se ha contado ha sido casualidad, todo está tan bien medido que el final se va cada vez más ajustando hasta que llega y, entonces, no te queda otra que deshilachar la historia y preguntarte qué vino primero y cómo te ha conducido hasta ahí sin que lo sospeches. Amar a un personaje así es una tragedia cuando cierras el libro. A mí, por suerte, todavía me quedan los otros dos para despedirme de la dulce y listísima Matia.
Porque Primera novela, si se quiere ser simple y acotador, va del paso de la infancia a la edad madura, que no adulta, y Matia, con catorce años, está descubriendo tantas cosas que la dañan, que la incomodan y que le hacen dar un brinco, con la guerra atrás, lejana de la isla, pero inquietante, un gran brinco de las sandalias a medio abrochar a las uñas esmaltadas y secretas bajo algún zapato elegante. Con la muerte de la madre y todo lo oscuro de su padre que anda desaparecido, Matia tiene que abandonar su hogar y vivir con su abuela, doña Práxedes. La isla se convierte en un lugar apartado del mundo: la guerra sólo llega por los periódicos que mira y remira la abuela. Para Matia y Borja, su primo, y para todos los niños de la isla, la guerra no es un hecho terrible como todos los mayores aseguran. Ellos son más libres, no van al colegio, tienen total independencia. No hay ataduras. Y, aún así, ese verano es decisivo para todos ellos, consiguen dar con tantos secretos que esconde la isla de antes. El corazón de Matia se ha partido en dos y ya, aunque no lo sepa todavía, ya nunca más podrá recomponerse del todo, siempre va a quedarle una pieza perdida, imposible de encontrar. Y la forma excelente de narrar de Ana María Matute trata con delicadeza y ternura ese paso macabro que es seguir sin entender nada, pero poner cara de que sí, de que se es mayor y se comprenden las injusticias y las barbaridades. La autora te adentra en la vida de la niña sin fuerza: te encuentras ahí, en la isla, desconociendo tantas cosas. Y pronto caes en la cuenta de que nada de lo que se ha contado ha sido casualidad, todo está tan bien medido que el final se va cada vez más ajustando hasta que llega y, entonces, no te queda otra que deshilachar la historia y preguntarte qué vino primero y cómo te ha conducido hasta ahí sin que lo sospeches. Amar a un personaje así es una tragedia cuando cierras el libro. A mí, por suerte, todavía me quedan los otros dos para despedirme de la dulce y listísima Matia.
Uno de esos libros que tengo para releer después de tantos años... ummm.
ResponderEliminarPero entre las líneas de mi memoria recuerdo el argumento y las sensaciones tal cual las cuentas. Imprescindible Matute, como tantas otras.
Ciertamente que en nuestra niñez intenta forjarnos una disciplina, religión, política y, no es nada más y simplemente reducido a ponernos una marca para que los amos reconozcan a que rebaño pertenecemos. Porque por esa razón se inventaron las fronteras, ordeñar a las pobres ovejitas. Su despiece, su dolor, forma parte del insensible lobo de dos patas que se le cae la baba frente a su banquete.
ResponderEliminarUn abrazo Rayuela y, demás colaboradores amantes de las letras.