jueves, 12 de septiembre de 2013

Solaris, Stanislaw Lem

Impedimenta, 2011

«¿Cómo quieren comunicarse con el océano cuando ni siquiera llegan a entenderse entre ustedes?»

«Estaba decidido a terminar con las conjeturas y a conocer la verdad, aunque como ya imaginaba, la verdad fuera incomprensible.»

«Pretendes observar un comportamiento humano en una situación inhumana.»

«Si la realidad te hace daño, no tengo la culpa.»

En un lejano planeta cuya órbita está regida por dos soles, una estación espacial flota sobre un extraño océano viviente, una entidad gigantesca, cambiante y enigmática. En la estación, los profesores Gibarian, Sartorius y Snaut intentan desentrañar el misterio de ese mar plasmático que durante cien años ha mantenido a la comunidad científica terrestre dividida y exultante. Stanisław Lem es uno de esos escritores que tienen la habilidad de meterte de cabeza en sus mundos inventados a la media página. Todo lo que él quiera imaginarse se materializa sólido, compacto ante tus ojos; sin necesidad de mucho artificio ni lustre, con un aplomo de quien describe algo que verdaderamente existe, ayudándose de anclas fascinantes por lo que empobrecen nuestra esperanza de un futuro-ficción de plexiglás brillante, como las latas de concentrado de carne, las sopas de sobre o las camas plegables. Abrir Solaris es descorrer una cortina y penetrar en otra realidad completamente diferente, en la que tenemos que arreglárnoslas con el bagaje que traemos de nuestra realidad de siempre, igual que Kris Kelbin, el protagonista. Solaris es el fascinante y aterrador recorrido de una mente inteligente en estado de sitio, rodeada por lo desconocido, intentando abrirse un camino a través del que poder comprender algo para lo que no le alcanza con sus parámetros usuales. La angustia de Kelbin es tangible; mascamos su proceso, lo vemos sufrir, con él intentamos desentrañar el misterio, comprender, queremos curarle las quemaduras y el insomnio. Como él, le tenemos miedo a Harey, su mujer regresada. Nos inquieta la mano del profesor Staut metida en el armario, sujetando la mano de alguien que no sabemos quién es (nos gustaría saber más porque Staut es nuestro favorito y estamos seguros de que es el favorito de todo el que lea Solaris). Nos aterra que Sartorius haya podido elegir una vía sanguinaria. Nos apena haber perdido a Gibarian, nuestro profesor y mentor. Nos reconforta tener a mano esa inexplicable biblioteca borgiana en la que se acumulan todos los volúmenes de solarística (de los cuales un 60% deben ser magufos). Las explicaciones sobre la historia de Solaris y los solaristas, las bibliografías inventadas y las teorías detalladas y argumentadas, las distintas escuelas y desencuentros, su giro último hacia Dios, también tienen ese qué se yo de Borges. La única conclusión a la que puede llegarse sobre el planeta Solaris es que el océano viviente actúa pero no según las nociones de los hombres. La explicación reemplaza un enigma por otro. El único habitante de Solaris no se pliega a nuestras leyes ni se comunica siguiendo las máximas conversacionales de H. P. Grice, él prefiere leer mentes y solidificar recuerdos en carne viva y mandarlos como compaña nocturna. El drama pasado de Kelbin y su drama moderno son un bolero triste y extraño que resuena por toda la estación espacial: de la inquietud primera de ver el vestido blanco de la Harey falsa pero verdadera colgado en la silla a lo reconfortante de ver vestidos blancos sucesivos colgados de la silla (Harey es un poco como la princesa transparente de Ico, no se la puede dejar suelta). Los misterios científicos más insondables se ven empañados por un amor de narciso (momentáneamente). El proceso de ahogarse en lo desconocido de Kelbin se convierte en un ahogarse entre los hombres; de tenerle miedo a lo que no puede reducir a una fórmula o a un experimento científico pasa a tenerle miedo a lo que ya sabe. Por suerte, Kelbin no está solo en vano: Staut le vuelve a la ”cordura” de abrazar el ansia de saber, abrazar al dios de la ciencia, curioso que sea después de un sacrificio ritual.
La extrañeza de Kelbin encuentra su tope porque es insoportable y así termina arellanándose en la teología y después, en lo reconfortante de ejecutar los miles de pequeños gestos que componen la vida, hasta el día en que esos gestos vuelvan a convertirse en hábitos. 

Por fuera del libro:
Solaris se publicó en 1961. Su autor tenía 40 años. Es el libro más famoso de Stanisław Lem por culpa de Tarkovsky. Lem es otro de esos médicos que terminan siendo escritores, otro de esos polacos que termina en el exilio (en Viena, donde permaneció cinco años en los 80). De origen judío, durante la Segunda Guerra Mundial su familia consiguió (gracias a su estupendo nivel económico) falsificar papeles y librarse de los campos de concentración. Cuando Polonia fue soviética se volvieron pobres. Lem empezó a vender historias mientras estudiaba medicina. Y así.

Un chachito de Solaris: 

Nos internamos en el cosmos preparados para todo, es decir para la soledad, la lucha, la fatiga y la muerte. Evitamos decirlo, por pudor, pero en algunos momentos pensamos muy bien de nosotros mismos. Y sin embargo, bien mirado, nuestro fervor es puro camelo. No queremos conquistar el cosmos, sólo queremos extender la Tierra hasta los lindes del cosmos. Para nosotros, tal planeta es árido como el Sahara, tal otro glacial como el Polo Norte, un tercero lujurioso como la Amazonia. Somos humanitarios y caballerosos, no queremos someter a otras razas, queremos simplemente transmitirles nuestros valores y apoderarnos en cambio de un patrimonio ajeno. Nos consideramos los caballeros del Santo Contacto. Es otra mentira. No tenemos necesidad de otros mundos. Lo que necesitamos son espejos. No sabemos qué hacer con otros mundos. Un solo mundo, nuestro mundo, nos basta, pero no nos gusta como es.

Loulou Revisited

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