jueves, 17 de marzo de 2011

Miscelánea, Ángel González en la revista Litoral.

La escritura es una especie de enfermedad contagiosa que los libros transmiten a quienes los frecuentan en exceso. Todos los lectores contumaces están expuestos a ese contagio, y en distinta medida todos lo sufren, aunque algunos lo desconozcan y otros, por prudencia o timidez, lo oculten. El lector químicamente puro no existe; en su interior hay siempre un escritor latente o agazapado que a veces despierta de su letargo y se abalanza sobre parientes y amigos creando en la mayoría de los casos (hay admirables excepciones) situaciones de pánico o de desolación.

Cuánto mas temprano sea el contacto con los libros, más graves y duraderas serán las consecuencias de ese virus incubado en el texto que son, unas veces por fortuna y otras por desgracia, casi siempre incurables. Exagero poco; creo que Kafka hablaba de la literatura como lepra.

Las razones por las que sigo escribiendo sesenta años después de haber sufrido el contagio de la literatura son dudosas. Para justificar el acto en principio gratuito (y a veces oneroso: hay quien paga por publicar sus versos) de la escritura poética se suelen esgrimir muy diversos argumentos algunos de los cuales yo mismo he utilizado: el deseo de penetrar la realidad, de conocer y de evaluar éticamente el mundo; la necesidad de expresarnos o de comunicarnos; la voluntad de “anclar en el río de Heráclito” y de salvar del efecto corrosivo del tiempo en algunas cosas queridas; el goce de crear pura belleza. Todas estas justificaciones pueden ser válidas, y algunas lo siguen siendo para mí. Pero pienso que a estas alturas de mi vida, si continúo escribiendo, es también por otra razón menos grandilocuente y un tanto pueril que acaso me avergüenza confesar. Me temo que, aunque siempre sostengo lo contrario, estoy cayendo en la tentación de creer que el poeta, bueno o malo, que mis versos configuran –ese personaje ilusorio que habla en los poemas- soy efectivamente yo, y que el acabamiento del poeta significaría mi propio acabamiento. Se trataría en último extremo, de un deleznable caso de amor propio, de un afán de superviencia planteando con grave error de perspectiva, quizá justificable; pues algo o mucho de mí persiste en lo que escribo. Y, aunque no ignoro que los poetas, como los toreros, deben retirarse a tiempo; y que en la vida hay cosas más serias que la poesía; y que el “arte es largo y además no importa”; si a pesar de ser consciente de todo eso sigo escribiendo es , en parte, porque me resisto a confinar en el pasado ese residuo de mí mismo que sobrevive en mis poemas, a desprenderme de ese yo que es otro, pero que ahora, cuando los dos estamos acercándonos al final inevitable, noto que me hace muchísima compañía.


jueves, 3 de marzo de 2011

La grande, Juan José Saer

«Mientras lo iba siguiendo por la calle, tuve una impresión rarísima que nunca había tenido antes y que, no quiero mentirle, me intranquilizó bastante. Me parecía que caminábamos por la misma calle, en el mismo espacio, pero en tiempos diferentes. Se me ocurrió que si me acercaba a él para saludarlo, a pesar de haber pasado conmigo toda la mañana no me reconocería, o peor, ni siquiera me vería, porque estábamos moviéndonos en dimensiones temporales diferentes, como en las series de ciencia ficción.»

La Grande, Juan José Saer, Seix Barral, 2005