viernes, 3 de enero de 2014

Muerte en Persia, Annemarie Schwartenbach

Muerte en Persia fermenta en el recuerdo, una vez posamos el libro. Mientras que su lectura no es agradable como pueda serlo una obra en que cierta expectativa o un hilo argumental nos incitan a seguir o en que la identificación con algún personaje nos involucra, tiene, sin embargo, imágenes poderosísimas que van asentándose en la psique del lector lentamente. Es una obra poética en el sentido de que apunta a lo más hondo y oscuro, a lo innominado, a lo inalcanzable, y no de una forma racional o discursiva, sino de una forma esencialmente poética.
Aunque el epílogo es muy útil para interpretar desde cierto punto de vista lo que Annemarie nos está contando y nos da claves de su propia vida que son interesantes en este “diario impersonal” que tan personal es, en realidad, el interés de la obra es otro.
Para esta lectora lo más interesante es su idea del viaje como vértigo: droga; huída. El Happy Valley (que no hemos encontrado en internet) al que se retira, al que huye Annemarie, será para siempre uno de esos paisajes simbólicos e íntimos a los que volver. Cuando quizá olvide Muerte en Persia, recordaré ese lugar: me daré cuenta de pronto de que no he estado en él, y entonces pensaré que lo he visitado en un sueño; me daré cuenta al poco, quizá, de que tampoco fue un sueño, sino una lectura, de que el vale era suyo, de Annemarie. El alma, en el alto valle, descansa y se enfrenta a sí misma. El desierto, el lugar al que se retira Jesucristo para enfrentarse al Demonio, el lugar en que los hombres se enfrentan a sus miedos, es un locus literario siempre nuevo. ¿Literario? No, no sólo es un tópico.
La atracción por el vacío que se teme, la nada absoluta-no-la-nada de plenitud del budismo, sino esa nada inconcebible de la muerte, el horror, la falta de sentido, de esperanza. El horror. Ahí se dirige Annemarie como una yonqui (que es), aterrorizada y sin poder evitar su atracción. Atracción por la muerte. Terror.